Cuando en 1967 a Roman Polanski se le presentó la oportunidad de dar el salto a Hollywood para rodar su primera película en color, nadie se imaginaba que iba a ser capaz de tomar el género ya tan manido en la época de las películas de vampiros, y hacer con ello una de las mejores comedias de la década. Atrás quedaban los Nosferatus, los Christopher Lee y Bela Lugosi, ya que por obra y gracia de Polanski, los vampiros ya no eran tema de miedo y muerte. Ahora uno se podía echar unas risas a costa de estos condenados a llevar traje y peluca rancia durante toda la eternidad.
El Baile de los Vampiros (The Fearless Vampire Killers, Pardon Me But Your Teeth Are In My Neck) es una película genuinamente sesentera desde el principio hasta el fin, de esas que tanto me gustan. Se nota en detalles como los créditos iniciales hechos con unos lúgubres dibujos animados, llenos de letras sangrantes con bastante toque kitsch dando lugar a una bizarra mezcla entre Monty Python y Tim Burton. Se nota en esos colores tan peculiares del cine de la época, cuando el Technicolor iba dejando paso al Eastman color y otras técnicas más elaboradas, y que le da ese aspecto tan característico a las películas de los años 60 y 70. Se nota en ese sonido un tanto ajado... ¿no habéis notado nunca que en esos filmes el sonido está como acolchado, con un matiz blando y mullido, como si los actores hablasen detrás de una cortina? Hablando de sonido, hasta la banda sonora -basada en coros y una siniestra música barroca- se podría decir que es sesentera. Otro rasgo distintivo son esos diálogos pausados, con tantos silencios como palabras, muy lejos de las películas rodadas en clave de videoclip de ahora donde cada segundo importa y es dinero que hay que rentabilizar.
¿Han visto últimamente a algún vampiro por aquí?
La película se sitúa durante el crudo invierno en algún lugar de la Transilvania profunda. El torpe profesor Abronsius y su introvertido aprendiz Alfred (interpretado por el propio Roman Polanski) llegan cuasi congelados a un pueblo tras haber escuchado rumores acerca de actividad vampírica por los alrededores. Esta peculiar pareja cazavampiros se aloja en la posada del pueblo.
Esta visión acojonaría a cualquier vampiro.
Una vez allí, pronto pueden confirmar que sus sospechas son algo más que meros rumores. La gente del pueblo, huidiza y huraña en cuanto se trata de hablar de vampiros, acaba confesando que sienten terror por el conde que habita en el castillo -¡qué tópico! ¡me encanta!- perdido en la montaña transilvana.
En la posada se produce el encuentro entre Alfred y Sarah, la hija del posadero. Como anécdota, decir que Sarah es interpretada por Sharon Tate, mujer con la que se acabaría casando Polanski dos años después a raíz del rodaje de esta película. Pero el detalle realmente macabro es que Sharon Tate fue brutalmente asesinada el mismo año de su boda por el asesino en serie Charles Manson, hecho que dejaría a Polanski traumatizado.
La Sharon Tate está como para darle un buen mordisco. O dos.
Definitivamente, que sean dos.
El caso es que el posadero teme por su bella -bellísima, subrayo- hija ya que el conde Von Krolock la está rondando desde hace tiempo. Por ello se comporta de forma enfermiza y llena cada esquina del lugar con crucifijos y ajos. Sin embargo toda prudencia es poca, y el conde -todo un señor vampiro- entra en la casa y tras morder a Sarah se la lleva a su castillo. Preso de la desesperación, su padre el señor Shagal parte tras el conde con la vana esperanza de arrancarla de sus colmillos. Todo en vano, puesto que amanece congelado -y mordido hasta dejarle seco- en las cercanías del pueblo.
El conde Von Krolock no es tonto y sabe lo que se hace.
Una mala noche de juerga se cura con un alka-seltzer.
Los dos aspirantes a cazadores de vampiro ven por fin la posibilidad de estudiar en vivo las costumbres de estos seres que tanto les atraen y se dirigen al castillo del conde Von Krolock. Aunque intentan pasar desapercibidos, la innata torpeza del profesor Abronsius y su aprendiz hace que sean sorprendidos por el mayordomo Koukol, el jorobado (¡más tópicos, genial!) que trabaja al servicio del conde.
¡Fiesta de pijamas en el castillo de draco!
El conde les acoge cordialmente y les presta alojamiento en su castillo, toda una fortaleza gótica que hubiera hecho feliz a Tim Burton, a Marilyn Manson y a Lily. El conde, que como todo buen aristócrata es, además de un bon vivant, una persona bastante culta e interesada en diversos aspectos tanto de letras como de ciencias, parece estar muy interesado cuando sus nuevos invitados dicen haber llegado al país para estudiar las costumbres de los murciélagos. Tras una larga charla con sus huéspedes, el conde dice tener que retirarse al llegar el alba, lo cual deja el camino libre a Abronsius y Alfred para sus investigaciones.
Herbert, un auténtico gentlemen, sería la envidia de Lestat.
Aparte de al propio conde Von Krolock y su sirviente Koukol, los invitados también tienen el placer de conocer a Herbert Von Krolock, el hijo del conde, que además de vampiro, es homosexual. Lo cual prueba que Anne Rice no inventó el concepto del vampirillo mariquita vestido de época en plan super mega elegante a la par que amanerado, concepto del que tanto partido ha sabido sacar en sus novelas. Así que ya sabes, Lestat, piérdete.
Ojo al espejo.
Aprovechando que llega el día, los dos avezados cazadores planean descubrir la cripta donde reposan los vampiros, para acabar con ellos a estacazo limpio y rescatar a Sarah. Pero su inmensa torpeza les lleva a fracasar en la misión y tras casi perecer congelados, se retiran a sus aposentos a la espera de una mejor ocasión.
Pronto los acontecimientos se precipitan. Alfred se topa con Herbert, que tras flirtear con él -impagable la escena con el vampiro leyéndole fragmentos de un libro sobre el amor a un intimidado Alfred- intenta darle un muerdo en el cuello, no se sabe con qué intenciones. En su huida por las dependencias del castillo junto con el profesor, va cayendo la noche y horrorizados, ven cómo las tumbas del cementerio del castillo ocultaban a más vampiros que van despertándose con la puesta del sol. Abronsius y Alfred comprenden demasiado tarde que el conde y su hijo se pasan el invierno haciendo algo más que jugar al parchís...
Y un-dos-tres, y un-dos-tres, vuelta, saludo y mordisco en el cuello. Atención al zombi de la derecha.
Abronsius y Alfred son descubiertos por el conde, que les invita amablemente al baile que se celebrará esa misma noche. Ambos saben que su destino está sellado. Pese a todo, se presentan en el baile disfrazados con trajes de época, donde encuentran a Sarah... Atrapados en un castillo perdido en medio de la nada, en una sala atestada de vampiros sedientos de sangre, Abronsius, Alfred y Sarah lo tienen muy, muy crudo...
De nuevo los espejos, ¿para qué tantos?
Esta película, pese a ser maltratada por la crítica en su momento, ha ido ganando reconocimiento con el tiempo. Es de esa categoría de películas que suele pasar desapercibida, pero que uno empieza a verla y se lleva una gran sorpresa, por muchos factores, entre ellos su atmósfera barroca y lúgubre mezclada con gotas de humor absurdo y de parodia del género, rodada con muy buen gusto. Una pequeña joya del cine sesentero que no defraudará a los que sepan disfrutar este tipo de producciones. Pues eso, a pasarlo bien, y a taparse el cuello, que nunca se sabe.
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